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25 mar 2014

Ciudad herida



He pasado minutos esperando
Un pichaque de grasa ensangrentada
Paso agitado de la gente
Sensación de sudor y olores de cosméticos baratos
Trazada la huella de un crimen

Por una estrecha ventana del autobús veo muros, cables, alambres, rejas, basura, miedo, desazón y desesperanza. Un abigarrado collage de cosas contrapuestas. Un agudo corneteo me saca de mi ensimismamiento y vuelvo a lo mismo, la realidad. Me levanto y como puedo abandono la destartalada camionetica, penetró en un denso laberinto de máquinas humeantes. Me veo caminando de prisa, como quien quiere desaparecer del lugar. Me llevo lo que vi como una interrogante, que no tiene pregunta, que no tiene respuesta.

Veo el cielo, voy bajando la mirada como una cámara que lentamente busca tomar una tira vertical de la realidad, para alertarme de su confusión, su locura. Un hermoso araguaney en flor anuncia nuestra estación primaveral, que dicen no existe. Si, existe, pero discurre tan sutilmente que no es posible saber cuando se sale de una y se entra otra. Los expertos le llaman clima templado. No hace frio, no hace calor, no hay brisa impertinente y la luz se posa suave en la cara. Todo esto me recuerda a un paraíso de papel, pintado en una de esas estampas escolares del Descubrimiento de América; en primer plano las palmeras, los indios idílicos y curiosos mirando al Caribe tres cosas flotando que no se entienden. Lo que vino después es pura confusión.

Una ancha y abandonada autopista deja una senda de hollín en el valle, la fila de automóviles parece interminable y la luz solar los hace brillar como espejos sin reflejo. No hay nada que decir, los choferes encapsulados muestran su rutina y de sus expresiones surge una mixtura de tedio y agobio nada auspicioso para el día que tienen que afrontar. Hoy no va a ser diferente y la rutina avanza lentamente sin saber cuando llegará a su destino. A mi lado, como parte de la máquina, va una mujer que indiferente se maquilla y acicala, la imagen es interrumpida por ráfagas de motos que pasan sin cesar. Nuevamente el miedo que no es precaución se apodera de mi convenciéndome que la suerte está echada y lo mejor es apurar el paso. Unos invocan a su dios y otros, como yo, lo dejan al azar.

Todo parece casual, que ocurre por vez primera. El asombro ya no existe y hasta la muerte violenta se nos hecho común. Más adelante, vi como cubrían el cadáver de un hombre asesinado en un altercado de lo cotidiano. Ya no existe crimen a sangre fría, pues no hay cálculo ni premeditación, queda a veces la saña o lo fútil del crimen, que mas bien surge de momento. Salta como las venas que se brotan de la garganta cuando gritas un discurso con vehemencia y que sabes nadie escucha. El crimen es banal y ha sido exacerbado por el entorno: el yugo que abisagra el actuar de quienes viven en este paraíso.

El puente que atraviesa el río ha perdido su garbo y ahora se asemeja a una vía pasajera, sin romanticismo. No hay tiempo para mirar, lo mejor es pasarlo rápido y llegar al otro lado.  Un caudal de agua turbia y fétida, con un lecho colmado de basura es el paisaje que vamos dejando atrás.  El paso debe ser apresurado como quien ignora o no quiere ver la degradación del ambiente en su máximo esplendor. Al puente no se le puede llamar nuevo o con heroico título, pues es de guerra, como todo lo que circunda la ciudad.

Es hora de volver al refugio, las sombras de la noche son el escondite más seguro de quienes envilecidos por el odio o la diversión perversa quieren probar como es ver que la vida se apaga. Un diario sensacionalista da cuenta que van siete víctimas de la violencia en ese día. Al lado, de las víctimas ensangrentadas en la calle,  una fotografía de una espectacular “hembra” de formas voluptuosas y calientes, que muestra cómo se alimenta el alma cuando estas en constante estado de crispación. Parece rito, todos esos rostros mustios que veo a mi alrededor están pensando como esquivar el hosco destino. Imagino enviando vibraciones ultra sensoriales para que la guadaña de muerte desvíe su ruta y no los vea a ellos. 

Poco a poco se van vaciando las calles, quedan los faroles palpitantes, la luz parece cómplice del terror. El escenario es perfecto para inducir al miedo. Camino, y jadeante redoblo mi mirada hacía atrás, no vaya ser que el más próximo sea el homicida. La inquietud me sobrecoge pues siento que el que va adelante me mira por su retrovisor como su victimario. Así vamos todos en tormentosa fila, queriendo ser el único transeúnte de este abandono llamado Caracas.


Edgar Carrasco

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